6 de mayo de 2017

La decisión de ser chef

En entradas anteriores estaba el relato del chef Anthony Bourdain y sus "epifanías gastronómicas".
La historia se cierra con la decisión de estudiar cocina:
"Pasamos el mes de agosto de aquel primer verano en La Teste-sur-Mer, un pequeño pueblo pesquero en la cuenca del Arcachon –Gironda, al sudoeste de Francia- , famoso por sus ostras. Nos alojaron mi tía –tante Jeanne- y mi tío –oncle Gustav- en la misma casa estucada de blanco con techo de tejas rojas, donde de niño veraneaba mi padre. Tante Jeanne era una vieja antigualla con gafas, ligeramente maloliente. Oncle Gustav, un vejete con mono de trabajo y boina, que liaba sus cigarrillos a mano y los fumaba hasta que desaparecía en la punta  de la lengua. La Teste había cambiado poco durante los años transcurridos desde que mi padre pasara allí las vacaciones. Todos los vecinos eran todavía pescadores de ostras. Las familias aún criaban conejos y cultivaban tomates en los patios traseros. Las casas tenían dos cocinas: una interior y otra al aire libre para cocinar pescado. Había una bomba de mano para sacar agua del aljibe y un excusado al fondo del jardín. Lagartijas y caracoles aparecían por todas partes. Las principales atracciones turísticas eran la cercan Duna de Pyla (¡la duna de arena más grande de toda Europa!) y el también cercano pueblo de descanso Arcachon, adonde los franceses acudían en manada durante Les Grandes Vacances. La televisión era el Gran Acontecimiento. A las siete en punto de la tarde –cuando las dos estaciones nacionales iniciaban las transmisiones-, oncle Gustav aparecía solemnemente en la puerta de su habitación con una llave colgada de la cadena que llevaba sujeta a la cadera y, con mucha ceremonia, abría las puertas de la vitrina donde guardaba el aparato.
Allí mi hermano y yo éramos más felices. Podíamos hacer muchas cosas. Las playas eran templadas y el clima semejante al que conocíamos en nuestro país, con la atracción añadida de las consabidas casamatas nazis. Había lagartijas para darles caza con petards, cohetes que estaban a nuestro alcance porque podíamos comprarlos libre y legalmente (¡). Podíamos ir a pie hasta un bosque, donde vivía un auténtico ermitaño. Mi hermano y yo pasábamos horas ahí espiándolo, escondidos entre la maleza. A estas alturas ya podía leer y disfrutar historietas en francés y, desde luego, comía… ¡comía de verdad! Sopa de pescado marrón oscura, ensalada de tomate, mejillones a la marinera, pollo a la vasca (estábamos a pocos kilómetros del País Vasco). Hacíamos excursiones a Cap Ferret, a orillas del Atlántico, una playa fantástica y solitaria de una belleza increíble, con enormes olas que nos revolcaban. Llevábamos baguettes, salchichón, rodajas de queso, vino y Evian (en Estados Unidos no habíamos visto nunca agua embotellada). Pocos kilómetros al oeste estaba Lac Cazeaux, un lago de agua fresca donde mi hermano y yo alquilábamos botes de pedales y nos metíamos en aguas profundas. Comíamos barquillos, deliciosos gofres calientes cubiertos de crema batida y azúcar glacé. Las dos canciones de moda aquel verano en la gramola de Cazeaux eran “Whiter Shade of Pale” de Procol Harum y “These Boots Were Made for Walking” de Nancy Sinatra. Los franceses ponían las dos canciones una y otra vez. Interrumpía la música el bramido de los jets de la Fuerza Aérea Francesa, que bajaban en picada hacia el lago, camino de una base de bombarderos próxima. Con tanto rock and roll, buena comida y estruendosos explosivos a mano, yo estaba razonablemente contento.De modo que cuando nuestro vecino Monsieur Saint-Jour, pescador de ostras, invitó a mi familia      a salir en su penas (así llamaban a las barcas que pescaban ostras), no pude ocultar mi entusiasmo.A las seis de la mañana nos embarcamos en la pequeña barca de madera con nuestras cestas de picnic y el calzado apropiado. Monsieur Saint-Jour era un viejo cabrón, cascarrabias, vestido como mi tío con un gastado mono de mezclilla, alpargatas y boina. Tenía la piel curtida y bronceada, a fuerza de estar azotada por el viento y al sol, mejillas hundidas y las pequeñas venas quebradas en los pómulos y la nariz, que todos allí parecían tener de tanto beber burdeos. Monsieur Saint-Jour no explicó de antemano a sus invitados en qué consistían esas excursiones diarias. Enfilamos hacia la boya que señalaba su zona submarina, un sector señalado por estacas al fondo de la bahía, y nos quedamos ahí sentados, quietos… quietos…, quietos, bajo el sol de justicia de agosto, a la espera de que bajara la marea. La idea era pasar el bote flotando por encima de la estacada y dejarlo allí para que se fuera hundiendo al bajar el nivel del agua, hasta que descansara sobre el fondo del bassin. En ese momento, Monsieur Saint-Jour –y supuestamente sus invitados- se dedicarían a rastrillar las ostras, a recoger unos cuantos buenos ejemplares para venderlos en el puerto y a quitarles los parásitos que pudieran estropear la cosecha. Recuerdo que todavía quedaba más de medio metro de agua, cuando ya nos habíamos despachado el brie y las baguettes, y bebido la botella de Evian. Pero yo seguía hambriento y lo dije con toda franqueza.En cuanto me oyó, como si quisiera poner a prueba a los americanos, Monsieur Saint Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer ostras.Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuales flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.Pero yo, arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con una sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas.Y, en ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento todavía más vívido en mi memoria que tantos otros momentos iniciáticos –el primer coño atisbado, el primer porro, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier otro primer- disfruté de mi día de gloria. Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado –que más parecía zarpa- una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban. Mi hermano menor se encogió y se apartó del bicho reluciente –con vagas reminiscencias sexuales-, que todavía chorreaba y estaba medio vivo.La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente Monsieur Saint-Jour y me la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro.Ya todo fue diferente. Todo.No sólo sobreviví. Disfruté.Supe que aquello era la magia hasta entonces apenas vislumbrada en las tinieblas, de la cual sólo era consciente a medias. Lo hice por retorcido. Había tenido una aventura y todas cuantas la siguieras en la vida –la comida, la larga y muchas veces estúpida búsqueda de la próxima experiencia, drogas, sexo o cualquier sensación nueva-, todas han sido futo de aquel momento.En ese instante aprendí algo. Visceral, instintiva, espiritualmente –de alguna manera precursora un tanto sexualmente- aprendí algo. No había vuelta atrás. El genio saltó de la botella. Ahí empezó mi vida de cocinero, de maestro cocinero.La comida tenía poder.Poder para inspirar, asombrar, provocar, excitar, deleitar y deslumbrar. Tenía poder para hacerme gozar a mí y a los demás. Era una información valiosa.Durante el resto del verano y en los veranos posteriores me escabullía con frecuencia hasta los pequeños puestos del puerto, donde era posible comprar en bolsas de papel de estraza ostras sin lavar y cubiertas de negro por docenas. Después de unas pocas lecciones recibidas de mi nueva alma gemela, hermano de sangre y mejor compinche, Monsieur Saint-Jour –que también compartí ya conmigo sus cuencos de vin ordinaire azucarado, una vez acabadas sus horas de faena-, yo podía abrir las ostras solo. Metía el cuchillo por detrás y hacía saltar la juntura, como si fuera la cueva de Aladino.Solía sentarme en el jardín, entre los tomates y las lagartijas, y beber Kronenbourgs (Francia era el País de las Maravillas para los bebedores menores de edad), leer tan a gusto Modesty Blaise, los Katzenjammer Kids y las encuadernadas bandes dessinés en francés, hasta que los dibujos bailaban ante mis ojos cuando me fumaba algún  Gitane escamoteado. Sigo asociando el sabor de las ostras con aquellos espléndidos y embriagadores días de colocones ilícitos a última hora de la tarde. Con el aroma de los cigarrillos franceses, el sabor de la cerveza, la inolvidable sensación de estar haciendo algo que no debía hacer.Hasta entonces no tenía planeado meterme a cocinero profesional. Pero con frecuencia miro atrás, en busca de ese tenedor en mi ruta, tratando de adivinar en qué momento preciso tomé por el mal camino y me convertí en buscador de sensaciones, en un sensual hambriento de placeres, siempre con el afán de provocar, divertir, aterrorizar y manipular. Siempre con el afán de llenar ese lugar vacío de mi alma con algo nuevo.Y me complace pensar que fue culpa de Monsieur Saint-Jour. Pero la verdad es que nunca ha dejado de ser culpa mía."

Confesiones de un chef
Anthony Bourdain
(Buenos Aires, Del Nuevo Extremo, 2013) 

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