8 de diciembre de 2016

Buena compañía

Buenos Aires, diciembre de 1975: comuniones


Junto leña, traigo agua del arroyo.


-Pruebe, maestro. Está a punto-
-Mm.
-¿Le gusta, de veras?
-Le quedó bárbaro, hermanito.

Hemos conseguido unos chorizos sin grasa y muy gustosos. Al pechito de cerdo vale la pena 
demorarlo en la boca. Y después le entramos al asado de tira, cortando hueso a hueso en la parrilla y comiendo de a poco, como debe ser. Nos atragantamos un poco, pero de risa.

- Los chinchulines quedaron bien sequitos. crujen.
- Los pinché antes de ponerlos. ahí está la clave.

Dejamos respirar el vino, un par de botellas de tinto Carcassone, y lo paladeamos y lo sentimos deslizarse tibio, espeso, por las tripas y por las venas.


Comemos y bebemos hasta que en la parrilla no queda ni un huesito. Eduardo atrapa el último bocado con la punta del cuchillo. Yo lo miro, con ojos de perro lo miro, y pienso: “Se va a conmover”, pero él, impávido, se lo engulle.

Después nos echamos en el pasto, con el sol en las caras y toda la isla para nosotros. Fumamos. No hay mosquitos. La brisa hace silbar las copas de las casuarinas. De vez en cuando escuchamos, lejano, un chapoteo de remos.

En soledad, poco gusto hubiera tenido, o ninguno, este asado con Eduardo Mignona. En cierto modo nosotros hacemos, juntos, el sabor a maravilla de la carne y el vino. Comemos y bebemos como celebrando, con la boca y a la vez con la memoria. En cualquier momento a uno podría pararlo una bala, o podría quedarse uno tan solo como para desear que ocurriera, pero nada de eso tiene la menor importancia.

Cuando me despierto de la siesta, Eduardo está sentado en el muelle, con las piernas colgando. La luz del atardecer pellizca las aguas del Gambado.

-Tuve un sueño, la otra noche –me dice-. Me olvidé de contarte. Soñé que veníamos para aquí, en la lancha de pasajeros. Nosotros estábamos sentados frente a frente, del lado de popa, charlando. De ese lado no había nadie más. Los demás pasajeros estaban todos juntos en los asientos de popa, muy separados de nosotros. En eso los miré y noté algo raro. Estaban muy quietos y mudos y eran todos exactamente iguales. Te dije: “Esperame”, y caminé hasta la otra punta. Toqué a uno de los pasajeros y ploc, se vino al suelo. Al caer se le desprendió la cabeza de yeso. Te grité: “¡Tirate, tirate!”, y me zambullí yo también. Nadamos bajo el agua. Cuando asomé la cabeza, te vi. Volvimos a sumergirnos y seguimos nadando con desesperación. Estábamos bastante lejos cuando la lancha voló en pedazos. Yo sentí la explosión y saqué la cabeza: vi. el humo y las llamas. Estabas a mi lado. Te abrazé y me desperté.



Eduardo Galeano

Días y noches de amor y de guerra

(Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2015)




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