27 de septiembre de 2016

En busca de la divinidad


El olor de la carne asándose en un fuego abierto resulta muy seductor, es decir, el humo de la madera combinado con la grasa animal. Los humanos nos sentimos muy atraídos por ese olor. Cuando he asado en el jardín una paleta de cerdo en la parrilla, he visto acercarse a los hijos de los vecinos para poder “olerla desde más cerca”. En cierta ocasión, un niño de seis años al que habíamos invitado a cenar se colocó de cara al viento, abrió los brazos como un director de orquesta e inhaló profundamente el aroma que desprendían la leña y la carne varias veces hasta que se detuvo de repente y dijo: “¡Lo dejaré porque si no me llenaré de humo!”


Al parecer, ese perfume también agrada a los dioses, ya que cuando sacrificamos un animal en su honor, la ración que reciben no es un trozo de carne sino el humo. Hay dos buenas razones para ello. Los humanos debemos comer para sobrevivir, pero los dioses, al ser inmortales, no tienen esa necesidad animal. (Si la tuvieran, también tendrían la necesidad de digerir y, posteriormente, de defecar, lo cual no resulta nada divino.) No, la idea de la carne, la estela etérea y humeante de la carne animal elevándose al cielo, es lo que los dioses quieren de nosotros, pues ellos pueden, y quieren, llenarse de humo. Además, si quisieran un trozo de carne, ¿cómo se lo enviaríamos? Sin embargo, la aromática columna de humo, que simboliza la unió entre la tierra y el cielo, es la única forma concebible de expresión y comunicación entre los humanos y sus dioses. Por eso se puede decir que ese aroma, además de ser divino, es una forma importante de expresarnos.


Michael Pollan

Cocinar (Buenos Aires, Debate, 2014)

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