14 de octubre de 2016

Me estoy cuidando

Hoy comer es un acto ambiguo y, como nunca antes, despojado de su estricto carácter alimentario. 
Es que, por un lado, tenemos pretensiones sibaritas, de expertos, de entendidos.Hablamos de cocinas nacionales, de cosechas y varietales, de chefs (unas personas devenidas en algo así como estrellas de rock)
Por el otro, se nos impone una dieta muy básica, de la cual están desterrados los placeres gourmet y los platazos que vemos preparar en cualquier programa televisivo, con el noble objetivo de cuidar el templo (nuestro cuerpo) donde ofrendamos culto a la belleza, la salud y la juventud.
Además, aunque la producción mundial de alimentos quizás sea suficiente para los millones que habitamos el planeta, sabemos que los insumos no están bien repartidos y las estadísticas muchas veces son nada más que simplificaciones. Quiero decir, si hay diez niños, diez litros de leche, diez kilos de pan y diez pollos, eso implicaría que esos diez niños comen leche, pan y carne a partes iguales... pero sabemos que eso no se responde con la realidad.

Además de la tira de Mafalda, otros dos aportes para seguir reflexionando sobre el tema: un artículo de Martín Caparrós en el diario El País (Comer como nunca, 16-08-2016) y un monólogo de Dani Mateo en El club de la comedia (La dieta sana es la cadena perpetua de los gorditos, 2015)



Comer como nunca 
La gastronomía se extiende, otorga estatus; la comida se lee, se mira, se escucha
 Comemos como nunca —pero no lo sabemos o, de algún modo, conseguimos olvidarlo—. Como nunca: nunca como ahora la comida ha tenido tanto lugar en nuestras vidas, tantos significados, tanto peso —ni tanta comida—.Durante milenios, nuestros ancestros tuvieron con la comida una relación básicamente funcional: había que alimentarse —y el problema principal consistía en conseguirlo—. El plato de la mayoría de los europeos tenía sobre todo alguna harina —el pan, la pasta, los garbanzos— y un trocito de carne cada tanto, en fiestas y otros momentos señalados. A veces le agregaban algún fruto del huerto, pero la comida era, más que nada, repetición y esfuerzo; cuando los ciudadanos de París, 1789, salieron a pedir pan, no hacían metáforas: reclamaban su plato principal.Ahora comemos como antaño comían unos pocos. Y, en muchos casos, ni siquiera nos lo comemos: en la Europa —o exEuropa— rica, más de un tercio de los alimentos termina en la basura. En España, sin ir más lejos, cada año se tiran 7.700 millones de kilos de comida: más de 20 millones de kilos por día. Si aceptamos que una persona puede vivir con medio kilo de comida diaria, esto supone que, con lo que se desperdicia aquí, podrían comer otros 40 millones de personas.La tiramos. Pero en muchos casos, faltaba más, sí la comemos. Y hemos hecho de comer un centro de nuestras viditas. Comer por hambre es entregarle a ese animal invisible que cada cual lleva consigo lo que precisa para seguir funcionando: pagarle su tributo. Comer por comer, en cambio, es comer para sí. No por las exigencias del animal desconocido sino para darnos gusto, para reunirnos, para compartir algo, para identificarnos. Nuestra relación con la comida está hecha de placer y aspiraciones y desconfianza y compensación y vanidades.El modelo extremo de la gastronomía contemporánea sería el banquete a la romana. Cuando aquellos dueños del mundo, para comer más, vomitaban lo que ya habían comido: que una panza llena no fuera un obstáculo para seguir jamando, que la alimentación no interfiriera con el placer.En nuestras sociedades opulentas, millones no comen por alimentarse sino por definirse, de tantas formas diferentes: como conocedores, comprometidos, modernos, nostálgicos, desdeñosos, ricos, sibaritas baratos —y siguen firmas—. Comen como vivirían si pudieran: comen para mostrar cómo vivirían si pudieran. Entonces intentan educarse, averiguar las posibilidades: leen y miran y escuchan como quien ojea un catálogo de agencia de viajes, imaginando lo que quizá tal vez. O, incluso, lo cocinan.
La cocina —cocinar, producir un plato en la cocina— es el remedo de un mundo ideal, pura razón, donde determinadas causas darán efectos ciertos. Un embrión de ovíparo depositado con esmero sobre utensilio chato untado con su capa prudente de grasa animal o vegetal expuesto a un calor medio tiene grandes posibilidades, si no hay traspiés inesperados, de convertirse en huevo frito. Y así, en orden ascendente de —falsa— complejidad: son sólo pasos. La cocina es un cosmos ordenado donde cada cual supone que puede lograr lo que quiere si sigue las instrucciones: un mundo con recetas. Cocinar es normalizar, poner orden en el caos natural.Y, si no, salimos a comer —o lo miramos —. Otro invento de la Revolución Francesa: a fines del siglo XVIII, el restaurant permitió que la gastronomía de los nobles descendiera hasta el pueblo —y después volvió a ascender hacia el Olimpo de los grandes restoranes, templos de los más ricos—. Para el resto quedan las ilusiones, o el relato. Otro invento de la televisión: a fines del siglo XX, los programas de cocina —junto con libros y revistas y otros discursos al uso— permitieron que la comida dejara definitivamente de ser algo para ser comido. La comida se ha vuelto tan claramente un símbolo que ya no necesitamos comerla: alcanza con mirarla, comentarla, simular entenderla. Como dice Paolo Poli, uno de los cómicos más reconocidos de Italia: “Yo creía que éste sería el siglo del sexo y en cambio resultó el siglo de la comida”.Es sorprendente que ese ejercicio cotidiano, repetido, por el cual proveemos energía y placer a nuestros cuerpos, se haya vuelto sobre todo algo que no se come: que se lee, se mira, se escucha, se imagina. La comida, lo más material, lo más íntimo, ha entrado en la lógica del espectáculo o de la masturbación. Es un síntoma: pasamos horas mirando de lejos lo que antes tocábamos, olíamos, tragábamos. Quizá sea la transformación necesaria para convertir a la gastronomía en el arte del momento. No es difícil: no es caro, no necesita educación, nos creemos capaces de entenderlo, nos da estatus.(Aunque Juan Caparrós rechace, en un artículo reciente, la posibilidad de pensar la gastronomía como un arte. Es cierto que la alta cocina no está basada en la creación sino en la repetición: un cocinero o chef inventa un plato y, de ahí en más, sus segundos deben copiarlo con la mayor precisión posible. Una artesanía, dice, si acaso: un modelo que, una vez inventado, no deja el menor resquicio a la invención).Comer es necesario y repetido. Una español de 50 años se ha tragado, si no se perdió muchas, unas 35.000 comidas. Hay pocas cosas que hagamos tantas veces: es cierto que vale la pena pensarlo, disfrutarlo, rentabilizarlo de algún modo.
Pero la comida, como todo ahora, también es amenaza. Meterse en el cuerpo tanta materia ignota, de los orígenes más lejanos y desconocidos, más industriales y sospechosos, es demasiada aventura para la paranoia ambiente. Cada vez proliferan más las quejas sobre cómo nos engañan y envenenan con alimentos adulterados y los consejos para evitarlo y la idea general de que lo mejor es volver a los métodos más tradicionales, esos que producen los mejores tomates pero producen tan pocos tomates —que sólo quienes pueden pagarlos tres o cuatro veces más caros podrán comerlos—. Orgánicos, ecológicos, naturales: la concentración dentro de la concentración.En nuestros países ricos, comer está al alcance de —casi— todos, pero comer bien está sobre todo al alcance de los más ricos. De ahí, la gran plaga de estos tiempos y estas tierras: la obesidad. Se calcula que ya hay en el mundo tantos obesos como hambrientos. Y entonces la tentación de la paradoja fácil: si hay tantos que no comen es porque ésos que comen demasiado les quitan su comida a los demás. Nada más falso: los obesos son los malnutridos de los países ricos —como los hambrientos lo son de los países pobres—.Comemos como nunca, pero hay cada vez más personas que quisieran comer como nosotros: más chinos, más indios, más sudacas. Y este mundo no puede, no soporta: el despilfarro no alcanza para todos. Es probable que una solución se esté empezando a cocinar, de a poco, no en campos o establos sino en laboratorios: nuevas formas de producción de alimentos que cambiarán las ideas de cómo se producen alimentos, que prescindirán de plantas y animales, que serán, probablemente, una revolución tan decisiva como el invento de la agricultura. Una vez más, comeremos como nunca.Ya es posible, por ejemplo, producir carne verdadera clonando células de carne: por ahora el problema es que cuesta demasiado, pero seguramente en pocos años podrá competir con cerdos y vacas. Y, si lo consigue, tanta tierra que ahora ocupa el ganado quedará libre para otras producciones y tanta planta que se comen será comida para otros y tanto CO2 que lanzan sus flatos ya no calentará el planeta, y así de seguido: el famoso efecto dominó, lo imprevisible.Será —quizás— otro gran momento de la historia. Ya asoma y, por ahora, está en manos de grandes y pequeñas empresas, mayormente norteamericanas, sus técnicos, sus laboratorios, que piensan en hacer comida para hacer dinero. Ya asoma y por eso vale la pena, desde ya, empezar a discutir quién lo manejará, quién ganará con esos cambios: que comer como nunca no sea, una vez más, rapiñar como siempre.



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