16 de junio de 2019

La felicidad es una tarta de durazno

https://cocinerosargentinos.com/postres/tarta-de-duraznos-con-caramelo-de-manteca
Hoy, como siempre el tercer domingo de junio, en la Argentina se celebra el Día del Padre. Lo recordamos con un texto de M. F. K. Fisher, una de las grandes periodistas gastronómicas de los Estados Unidos, de quien ya tuvimos una excelente muestra de estilo hablando de ostras.

Ahora desde Mi yo gastronómico, otro de sus libros, un hermoso recuerdo de infancia ligado a la imagen paterna y a la comida como momento compartido.
Mary Frances cuenta su primer viaje largo, una aventura de día entero desde Los Ángeles hasta la finca familiar, para ayudar con la temporada de conservas:



Algo compartido (1918)
[…] Aquel año cuando mi padre tuvo que volver al trabajo, se decidió que mi madre se quedaría en la casa para ayudar con lo de la fruta, y Anne y yo regresaríamos a casa con él. Una perspectiva tan emocionante como la de salir del hogar y además íbamos a estar a solas con papá por primera vez.
Ahora dice que ante aquella perspectiva sintió un miedo que le quitó el habla, a pesar de que sabía que nuestra abuela estaría en casa como siempre para cuidarnos. Dice que al alejarse de la finca temblaba como una hoja al verse solo de repente con dos monstruitos extraños en el asiento de al lado.
Probablemente se pasó el viaje hablando de esto y lo otro. No me acuerdo. Eso sí, no tomó ni una cerveza, seguro que le parecía poco adecuado ante dos señoritas y sin más compañía.
Antes de que se pusiera el sol habíamos cruzado ya el desierto y avanzábamos entre curvas por los profundos cañones. La carretera era un poco más uniforme y seguía los lechos de los arroyos bajo las encinas que crecen en las suaves hendiduras de las rojizas colinas de aquella parte de California.  Legamos a una casa en la que vendían agua y tenían una mesa bajo los oscuros y frondosos árboles.
Mi padre me dijo que llevara a Anne hacia el lecho seco del arroyo. Aquello me hizo sentir mayor, lo que me encantó. A la vuelta, pusimos las manos bajo el grifo y nos las secamos en las braguitas, algo que nunca nos hubiera permitido nuestra madre.
Luego nos sentamos en un rústico banco junto a la mesa, los tres en aquel crepúsculo de un verde intenso, y comimos una de las mejores cenas de mi vida.
Lo más curioso es que los tres hemos contado lo mismo a otra gente casi sin haber hablado de ello entre nosotros. Mi padre dice que sus nervios se esfumaron y que nos vio por primera vez como dos pequeños seres humanos morenitos y graciosos. Anne y yo vivimos la sutil emoción de encontrarnos a solas por primera vez con el único hombre del mundo al que amábamos.


(También amábamos a nuestra madre, muchísimo, pero estábamos descubriendo, y mi padre también, que es bueno tanto para los padres como para los hijos estar solos de vez en cuando con uno de ellos… con el hombre o con la mujer, para interpretar nuevas notas en la misteriosa música de la paternidad y la infancia.)
Aquella noche, además de ver por primera vez a mi padre como persona, vi las colinas doradas y aquellos robles con una claridad que nunca había vislumbrado; también vi los hoyuelos de las rechonchas manos de mi hermana de una forma que aún ahora me conmueve cuando pienso en aquella primera vez; y vi la comida como algo precioso que puede compartirse en lugar de verla como una necesidad de tres veces al día.
No recuerdo qué comimos, pero sí los postres. Era una gran tarta de melocotón, redonda, aún tibia del horno de Mary y de la travesía del desierto. Era consistente, repleta de melocotones jugosos, maduros, recogidos aquella misma tarde, Royal Albertas, dijo mi padre que eran. La base, la más perfecta que he comido en mi vida, a excepción, tal vez, de una que me sirvieron de ciruela en el Simpson’s de Londres.
Había también un tarro de litro del tipo azulado, pasado de moda, parecido al cristal mexicano, lleno de nata. Aún estaba fría, probablemente por haber permanecido un tiempo en el riachuelo, el de Mary.
Nuestro padre cortó la tarta en tres partes, las puso en unos platos soperos blancos y con una cuchara repartió por encima la densa nata. También la comimos con cuchara, felices después de tanto tiempo de aprenderá utilizar los tenedores con mamá.
Liquidamos la tarta y toda la nata… No nos acordamos de si le dejamos algo a aquel viejecito que entrevimos en las sombras cuando nos vendió el agua… Luego seguimos, somnolientas, hacia Los Ángeles y ninguno de los tres mencionó aquella cena durante muchos años, pero realmente había sido una de las mejores de mi vida.
Tal vez sea porque, al menos para mí, fue de la primera de la que tuve conciencia, pero el hecho de que la recordemos con tanta claridad tiene que significar que otras razones la hicieron importante. Me imagino que es algo que a todo el mundo le sucede por lo menos una vez. O eso espero.
Ahora las colinas están cortadas por grandes autopistas y me resulta imposible determinar dónde nos sentamos aquella noche en Mint Canyon o en Bouquet Canyon, y los tres tenemos veinticinco años más que entonces. Pero la redonda y tibia tarta de melocotón y la fría nata amarillenta que nos comimos juntos aquella noche de agosto viven en el paladar de nuestro corazón. Con toda su suculencia, su secreto y su delicia.


Mary Frances Kennedy Fisher
Mi yo gastronómico (1943)
En: El arte de comer (Buenos Aires: Debate, 2015)



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