19 de julio de 2016

Digo el mate


Porque sábado es hoy y la mañana como una fruta desde el tala cae,

y soy joven y sano, y me navegan tradiciones y música la sangre,

quiero ser otra vez, entre vosotros para decir y celebrar el Mate.

De Guarania nos vino con la yerba que resume fragancias tropicales,

y ese barro de América que un día vio que llegaban sigilosas naves,

con cadenas, y perros y arcabuces, y duras voces vulnerando el aire;

verde yerba  de América, sembrada por quien hizo los ríos y las aves,

y tendió la llanura hacia naciente, y hacia poniente levantó los Andes,

y la coca sembró para los quichuas, y el algarrobo para pan del huarpe.


Yo era niño –recuerdo- y la primera memoria verde se remonta al mate,

en mi casa de merlo, donde el día comenzaba a girar cuando mi madre

sorprendía el hervor de la tetera entre volutas de vapor quemante:

y era luego la lenta ceremonia, vieja suma de gestos y ademanes,

aquel ir y venir de la cuchara, la visión del azúcar, el fragante

esplendor de la yerba, la bombilla con doradas virolas y espirales,

y el porongo de plata que tenía curva de seno adolescente y grácil,

y cobraba, de premio, en la penumbra nítida luz de religioso cáliz;

ubre dulce me fue, mi vino verde, mi pan primero, mi nodriza amante.



Yo recuerdo sus íntimos sabores, y también sus diversas variedades:

dulce mate del alba que se bebe morosamente al emprender un viaje,

en la puerta de casa mientras miro entre neblinas despertar el valle;

y aquel mate primero del retorno por la sombra con grillos de la tarde,

que nos vuelve liviana la fatiga sobre los hombros como un ala de ave;

y ese mate que beben los troperos cuando regresan de Salinas Grandes;

y aquel mate nocturno que me diera una muchacha cuya boca suave

daba un beso primero a la bombilla como manera de poder besarme;

y aquel mate gustado en la cocina, escuchando al anciano Magallanes,

dibujar sobre el humo las historias del Niño Ladino y de Urdemales;

y aquel mate que sabe a bergamota y el que guarda memoria del husillo;

y el que a mastuerzo y mejorana sabe; y el que una gota de aguardiente trae;

y ese mate gustado en la penumbra que conforman higueras y nogales,

mientras crece la siesta, y la cigarra el masculino corazón me tañe;

y aquel mate de bodas, con su gusto a rama nueva, a porvenir, a encaje;

y ese mate bebido en Carolina y el que bebí en la Sierra El Gigante;

y el que un día me dieron en Trapiche y el que supe gustar en Rumi-Huasi;

y aquel fúnebre mate que bebimos en el velorio de Adelaida Chávez,

lamentando su muerte y admirando su juventud de porcelana frágil...



Pueblo somos por él; desde centurias su costumbre nos forma, como sabe

modelar un cacharro el alfarero con la destreza de su mano suave;

él nos dio, generoso, las virtudes que entrelazan raíces esenciales

en el nudo del ser, y nos perfilan un idéntico rostro innumerable;

porque en él se juntaba la familia, como el agua diversa sobre el cauce,

y al juntarse quebraba el egoísmo, el monólogo torpe, las cobardes

galerías del odio, y frutecía sobre mazorcas de granar afable;

y nos fue profesor de democracia, a  pesar de los hierros coloniales,

porque supo igualar a la bombilla la sed del hijo con la sed del padre,

el dolor de la criada y la señora, la hartura del rico con el hambre

milenaria del pobre, de tal modo, que supimos medir en lo que vale

la celeste razón que nos convierte en ciudadanos civilmente iguales.



Y por qué no decir las cebadoras que vestidas de sedas o percales,

o calzadas de tímida alpargata, o con zapatos de charol brillante,

bajo el sol y la luna de la vida supieron darme los mejores mates;

viejas eran algunas, con el rostro a corteza del molle semejante,

lindas eran algunas, otras feas, desgarbadas, coquetas, elegantes,

con cabello retinto como el ala voladora de tordos y zorzales,

o teñido por leve plenilunio, o lo mismo que sombra de trigales,

pero en todas igual se prodigaba la gracia criolla como miel amable.

sólo nombres conservo, como guarda de las flores su olor el caminante:

Doña Mercho Cornejo, Lola López, Francisca Cuello, Evangelina Páez,

Reginalda Lucero, Pancha Orozco, Adelina Yanzón, Rosario Báez,

Clara Chiringo, Petronila Gómez, Minerva Leyes –prima de mi padre-,

Doña Delia Baigorria, Doña Isaura, Sara Bedoya, Encarnación Morales,

y una anónima joven de Punilla, y la por siempre recordada Carmen.



¿Por dónde andarán ahora que las digo, y las vuelvo una esencia para el arte?

¿cuál cocina gobiernan? ¿qué alacena acomodan y limpian? ¿qué zaguanes

las contemplan barrer por la mañana con las escobas de pichana? ¿cuáles

los arcones que ordenan en domingo? ¿qué chirigua las oye entre los sauces?

¿dónde sueñan, o lloran? ¿dónde ríen? ¿bajo cuál piedra con su nombre yacen?

de repente me callo porque siento una voz que me nombra, y, acercarse,

sobre un tímido andar y una mirada, cálido, y dulce, y nacional, el mate...


Antonio Esteban Agüero
(Piedra Blanca, 1917-San Luis, 1970)

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