y soy joven y sano, y me navegan tradiciones y música la
sangre,
quiero ser otra vez, entre vosotros para decir y celebrar
el Mate.
De Guarania nos vino con la yerba que resume fragancias
tropicales,
y ese barro de América que un día vio que llegaban
sigilosas naves,
con cadenas, y perros y arcabuces, y duras voces
vulnerando el aire;
verde yerba de América,
sembrada por quien hizo los ríos y las aves,
y tendió la llanura hacia naciente, y hacia poniente
levantó los Andes,
Yo era niño –recuerdo- y la primera memoria verde se
remonta al mate,
en mi casa de merlo, donde el día comenzaba a girar
cuando mi madre
sorprendía el hervor de la tetera entre volutas de vapor
quemante:
y era luego la lenta ceremonia, vieja suma de gestos y
ademanes,
aquel ir y venir de la cuchara, la visión del azúcar, el
fragante
esplendor de la yerba, la bombilla con doradas virolas y
espirales,
y el porongo de plata que tenía curva de seno adolescente
y grácil,
y cobraba, de premio, en la penumbra nítida luz de
religioso cáliz;
ubre dulce me fue, mi vino verde, mi pan primero, mi nodriza
amante.
Yo recuerdo sus íntimos sabores, y también sus diversas
variedades:
dulce mate del alba que se bebe morosamente al emprender
un viaje,
en la puerta de casa mientras miro entre neblinas
despertar el valle;
y aquel mate primero del retorno por la sombra con
grillos de la tarde,
que nos vuelve liviana la fatiga sobre los hombros como
un ala de ave;
y ese mate que beben los troperos cuando regresan de Salinas
Grandes;
y aquel mate nocturno que me diera una muchacha cuya boca
suave
daba un beso primero a la bombilla como manera de poder
besarme;
y aquel mate gustado en la cocina, escuchando al anciano
Magallanes,
dibujar sobre el humo las historias del Niño Ladino y de
Urdemales;
y aquel mate que sabe a bergamota y el que guarda memoria
del husillo;
y el que a mastuerzo y mejorana sabe; y el que una gota
de aguardiente trae;
y ese mate gustado en la penumbra que conforman higueras
y nogales,
mientras crece la siesta, y la cigarra el masculino
corazón me tañe;
y aquel mate de bodas, con su gusto a rama nueva, a
porvenir, a encaje;
y ese mate bebido en Carolina y el que bebí en la Sierra
El Gigante;
y el que un día me dieron en Trapiche y el que supe
gustar en Rumi-Huasi;
y aquel fúnebre mate que bebimos en el velorio de
Adelaida Chávez,
lamentando su muerte y admirando su juventud de porcelana
frágil...
Pueblo somos por él; desde centurias su costumbre nos
forma, como sabe
modelar un cacharro el alfarero con la destreza de su
mano suave;
él nos dio, generoso, las virtudes que entrelazan raíces
esenciales
en el nudo del ser, y nos perfilan un idéntico rostro
innumerable;
porque en él se juntaba la familia, como el agua diversa
sobre el cauce,
y al juntarse quebraba el egoísmo, el monólogo torpe, las
cobardes
galerías del odio, y frutecía sobre mazorcas de granar
afable;
y nos fue profesor de democracia, a pesar de los hierros coloniales,
porque supo igualar a la bombilla la sed del hijo con la
sed del padre,
el dolor de la criada y la señora, la hartura del rico
con el hambre
milenaria del pobre, de tal modo, que supimos medir en lo
que vale
la celeste razón que nos convierte en ciudadanos
civilmente iguales.
Y por qué no decir las cebadoras que vestidas de sedas o
percales,
o calzadas de tímida alpargata, o con zapatos de charol
brillante,
bajo el sol y la luna de la vida supieron darme los
mejores mates;
viejas eran algunas, con el rostro a corteza del molle
semejante,
lindas eran algunas, otras feas, desgarbadas, coquetas,
elegantes,
con cabello retinto como el ala voladora de tordos y
zorzales,
o teñido por leve plenilunio, o lo mismo que sombra de
trigales,
pero en todas igual se prodigaba la gracia criolla como
miel amable.
sólo nombres conservo, como guarda de las flores su olor
el caminante:
Doña Mercho Cornejo, Lola López, Francisca Cuello,
Evangelina Páez,
Reginalda Lucero, Pancha Orozco, Adelina Yanzón, Rosario
Báez,
Clara Chiringo, Petronila Gómez, Minerva Leyes –prima de
mi padre-,
Doña Delia Baigorria, Doña Isaura, Sara Bedoya,
Encarnación Morales,
y una anónima joven de Punilla, y la por siempre
recordada Carmen.
¿Por dónde andarán ahora que las digo, y las vuelvo una
esencia para el arte?
¿cuál cocina gobiernan? ¿qué alacena acomodan y limpian?
¿qué zaguanes
las contemplan barrer por la mañana con las escobas de
pichana? ¿cuáles
los arcones que ordenan en domingo? ¿qué chirigua las oye
entre los sauces?
¿dónde sueñan, o lloran? ¿dónde ríen? ¿bajo cuál piedra
con su nombre yacen?
de repente me callo porque siento una voz que me nombra,
y, acercarse,
sobre un tímido andar y una mirada, cálido, y dulce, y
nacional, el mate...
Antonio Esteban Agüero
(Piedra Blanca, 1917-San Luis, 1970)
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