Tal era el slogan de la marca de alimentos envasados Inca, la línea premium de mi infancia.Y no sólo en la cocina, el aluvión de artefactos para el hogar (aspiradoras, lavarropas, licuadoras y tantos otros) pretendían convencer a Rosie la remachadora (cuya identidad real está en duda) y a todas sus congéneres de posguerra de las bondades de reintegrarse al seno del hogar, dejando a sus esposos la tarea de llevar el pan a sus mesas y dedicándose ellas a la noble tarea de hacerlo feliz y cuidar del nido.
Son frecuentes las imágenes publicitarias de las décadas del '50 y del '60 mostrando a bonitas amas de casa, pulcramente acicaladas con collar de perlas y delantal de cocina, felices por tener un heladera nueva (o cualquiera fuese la novedad o adelanto tecnológico del momento).
Hoy la tendencia es otra. Nada de envasados, nada de preparados, nada de aditivos. La comida debe ser sa-lu-da-ble. Décadas de acostumbramiento a la comida chatarra de los bares y sus primas hermanas del supermercado son puestas en la picota.
Todo aquello que nos hicieron creer (como, por ejemplo, que un caldo industrial era mucho más saludable e higiénico que una sopita de verduras casera) ha caído ante el altar de la nueva verdad en salud: no hay nada como la comida casera, sencilla y sustanciosa.
Ante esta vuelta de la rueda de la fortuna que nos ha dejado exactamente en el mismo lugar donde, años atras, se suponía que no debíamos estar, el mundo desarrollado y sus excedentes nos ofrecen una nueva alternativa: otra vez, de la naturaleza a su mesa, gracias a los granjeros orgánicos.
